sábado

Los dolares no sacian el hambre


Once de la noche y el hambre nocturno, casi vampiresco, tomaba por rehén a mi estomago. Se aprovechaba de mis malas costumbres alimenticias. Barriga llena corazón contento dicen, y el espejo me dejaba ver mi corazón alicaído y la barriga cual acordeón que se abre y se cierra al compás de una hamburguesa que rondaba por mi mente. No tenía opción. Tendría que salir a buscarla al carrito sanguchero de la esquina, tan típico de los barrios limeños, y agradecí vivir en uno de ellos. Por suerte no estaba solo, mi enamorada también sufría los embates del hambre y lo único que podíamos hacer mientras nos alistábamos para salir en busca de nuestro paliativo era comernos mutuamente con la mirada.

Sólo existía un pequeño detalle que dificultaba nuestra tarea, no teníamos soles, únicamente veinte dólares. A las once de la noche es imposible encontrar un cambista, y menos en un barrio limeño. Me tocó renegar de vivir en uno. Para ese momento, mi estomago controlaba casi completamente mi cuerpo. Llenaba mi corazón de fe y mis piernas de fuerza, para resistir la doble caminata. Primero buscar quien nos cambie los dólares y luego regresar al carrito sanguchero, que por suerte no se movería de su sitio hasta la una de la mañana. Así comenzó la travesía que nos devolvería con la barriga llena, pero con el corazón no tan contento.

Los veinte dólares, las llaves de mi casa y una casaca era todo lo que necesitaba. El frío ya se dejaba sentir en las calles, un vientecillo traicionero que se cuela entre las mangas y te puede llevar a la cama como una mujer fácil. Avanzábamos a paso firme por la calle, mirando a lo lejos la lucecita del carrito que tendríamos que dejar del lado hasta solucionar el problema de los dólares. Las ideas de dónde podríamos cambiarlos iban y venían conforme nos dábamos cuenta que la mayoría de las tiendas estaban cerradas. Parecía que sólo el pensar los posibles lugares, producía su cierre automáticamente. Decidí no pensar más y limitarme a ver a lo largo de la avenida a la que ya habíamos llegado. Dos farmacias, un chifa y una licorería. Cuatro luces que nos daban esperanzas. Cuatro opciones para satisfacer nuestro capricho de medianoche: una hamburguesa grasosa con hartas papas al hilo.

Lo más lógico a nuestro entender fue que en las farmacias podrían solucionar nuestro problema. Nos dirigimos a la más cercana con plena convicción que poniendo cara de buenos muchachos y pidiéndole algunos artículos de aseo personal nos cambiaría el dinero. Se nos adelantaron un par de señoras apuradas y pidieron pastillas y una jeringa, entre otras cosas que no llegué a escuchar. Tendríamos que esperar nuestro turno. Diez minutos que parecían infinitos y que le arrancaban gruñidos a nuestras barrigas. Cuando por fin estuvimos cara a cara con el farmacéutico, recibimos un no por respuesta. Y los diez minutos transcurridos que pasamos parados e impacientes, fueron suficientes para que la otra farmacia cerrara. Las mejores opciones se habían desvanecido y el hambre iba en aumento.

En aumento también, el recorrido que tendríamos que hacer. La licorería era una pésima opción. Hasta el más ebrio olvida comprar más trago y se rinde ante un platito de algo. Luego de media hora, cero soluciones. Y el nuevo chifa que tenía como más grande atracción su televisor de 42 pulgadas, fue el elegido por nuestros estómagos, que a esas horas ya no andaban con caprichitos de hamburguesas. Hasta los perros que pasaban por nuestro lado corrían al vernos ¿Sería nuestra cara de hambre?


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