miércoles

A 4 minutos de la vida


Cuatro minutos tarde y la puerta del salón ya estaba cerrada. Ya me lo habían dicho: “el profesor cierra a las diez y quince en punto, ni un minuto más ni un minuto menos”. Me había demorado imprimiendo las tres crónicas que tenía que presentar sí o sí ese día. Y el estirón del muslo jugando fútbol unos días antes no me dejaba ir más rápido. Subiendo las escaleras veía la hora en el celular, esperando que no fuera verdad lo que me habían contado sobre la puntualidad del profesor. Tardé poco en llegar al pabellón de comunicación y darme cuenta que la puerta ya estaba cerrada. No había nada que hacer. Tocar la puerta y esperar a que me abra era imposible. Sabía que la hora era la hora y que no había llegado. Me limité a ver por la ventanita que tiene la puerta y me di con la sorpresa que casi no había alumnos. Conté trece alumnos. Y si le sumaba los otros tres que esperábamos en la puerta hubiéramos sido dieciséis. Veía al profesor de espaldas con una hoja en la mano, moviendo los labios sin que yo lo escuchara y sin que él me viera. Pegue la oreja a la puerta para tratar de escuchar algo, sólo llegó hasta a mi un suave murmullo del cual no entendí nada. Resignado, di media vuelta a buscar lugar donde esperar a que termine la clase y así poder hablar con el profesor.

Caminé a las carpetas que están en el pasillo que comunica al pabellón de comunicación con el ex –pabellón de psicología, me topé con una amiga que también llevaba el mismo curso con el profesor Orbegozo. Lo que me dijo me dejó aún más preocupado. “A la tercera falta quedas fuera del curso”. Y esa era mi tercera falta. Su rostro no se parecía en nada al mío. Estaba serena y relajada. Deduje que sería su primera falta tal vez. Sólo atiné a decir: “¿Si? ¿En serio? Y me fui a sentar en buscar de la paz que cada vez sentía más lejana. Caminé por el pasillo tratando de encontrarla y cuando me di cuenta que no estaba por allí, me senté en la última carpeta que había. Traté de distraerme jugando con el celular, escuchando música, pero no podía. Luego de permanecer sentado tres minutos, me dirigí al salón a hacerle guardia al profesor. Allí estaban dos amigas, esperando lo mismo que yo. Me senté a su lado y discutimos las posibilidades que teníamos de ser expulsados del curso.

Cada dos minutos me paraba a ver lo que hacía el profesor. Iba de la puerta trasera a la delantera como esperando que el profesor me viera y supiera que sólo llegué unos minutos tarde a su clase. Pensé en el ómnibus en el que había llegado a la universidad y que justo ese día no corría a cien por hora como lo hacía usualmente. Pensé en la chica que imprimió mis crónicas –ella si lo hizo rápido. Y pensé en mi pierna que no me dejaba correr. Todo esos pensamientos se mezclaban con lo de ser expulsado del curso. Y seguí caminando. De aquí para allá. Como el futuro papá en el hospital, esperando que salga el doctor a darle la noticia. Si yo iba a ser expulsado del curso, al menos quería que el profesor me lo confirme. No sin antes tratar de excusarme.

Aproximadamente una hora después, y cuando menos pensaba, la puerta del salón se abrió. Las ideas en mi mente sobre que decirle al profesor se disipaban conforme lo veía salir del salón. Un grupo de alumnos que habían estado en la clase lo rodeaban y sabía que no era el momento apropiado de exponer mi problema. Esperé con las hojas en las manos que poco a poco iba arrugando sin querer por la impaciencia. Los tres alumnos que habíamos estado esperando, más una alumna más que se unió un rato después, seguimos al profesor a su oficina cual acusados esperando su sentencia. Íbamos detrás del profesor, mirándonos las caras sin saber que esperar. Por fin había llegado el encuentro con el profesor. El cara a cara.

Expusimos nuestras razones y excusas ante el profesor, uno a uno. Él, también expuso sus razones sobre la puntualidad de su clase y de la puntualidad en general. Supimos comprender, pero aún sin saber cual sería nuestro destino en el curso. El profesor accedió a darnos una nueva oportunidad con la condición que nunca más llegáramos tarde a su clase y que tendríamos que presentar los trabajos en la fecha acordada. Los cuatro nos comprometimos a que sea así. Casi al final de la charla, agregó una condición más. Redactar esta crónica. Y si usted, profesor, está leyendo esto, es porque llegué temprano a su clase. Promesa cumplida.

sábado

Los dolares no sacian el hambre


Once de la noche y el hambre nocturno, casi vampiresco, tomaba por rehén a mi estomago. Se aprovechaba de mis malas costumbres alimenticias. Barriga llena corazón contento dicen, y el espejo me dejaba ver mi corazón alicaído y la barriga cual acordeón que se abre y se cierra al compás de una hamburguesa que rondaba por mi mente. No tenía opción. Tendría que salir a buscarla al carrito sanguchero de la esquina, tan típico de los barrios limeños, y agradecí vivir en uno de ellos. Por suerte no estaba solo, mi enamorada también sufría los embates del hambre y lo único que podíamos hacer mientras nos alistábamos para salir en busca de nuestro paliativo era comernos mutuamente con la mirada.

Sólo existía un pequeño detalle que dificultaba nuestra tarea, no teníamos soles, únicamente veinte dólares. A las once de la noche es imposible encontrar un cambista, y menos en un barrio limeño. Me tocó renegar de vivir en uno. Para ese momento, mi estomago controlaba casi completamente mi cuerpo. Llenaba mi corazón de fe y mis piernas de fuerza, para resistir la doble caminata. Primero buscar quien nos cambie los dólares y luego regresar al carrito sanguchero, que por suerte no se movería de su sitio hasta la una de la mañana. Así comenzó la travesía que nos devolvería con la barriga llena, pero con el corazón no tan contento.

Los veinte dólares, las llaves de mi casa y una casaca era todo lo que necesitaba. El frío ya se dejaba sentir en las calles, un vientecillo traicionero que se cuela entre las mangas y te puede llevar a la cama como una mujer fácil. Avanzábamos a paso firme por la calle, mirando a lo lejos la lucecita del carrito que tendríamos que dejar del lado hasta solucionar el problema de los dólares. Las ideas de dónde podríamos cambiarlos iban y venían conforme nos dábamos cuenta que la mayoría de las tiendas estaban cerradas. Parecía que sólo el pensar los posibles lugares, producía su cierre automáticamente. Decidí no pensar más y limitarme a ver a lo largo de la avenida a la que ya habíamos llegado. Dos farmacias, un chifa y una licorería. Cuatro luces que nos daban esperanzas. Cuatro opciones para satisfacer nuestro capricho de medianoche: una hamburguesa grasosa con hartas papas al hilo.

Lo más lógico a nuestro entender fue que en las farmacias podrían solucionar nuestro problema. Nos dirigimos a la más cercana con plena convicción que poniendo cara de buenos muchachos y pidiéndole algunos artículos de aseo personal nos cambiaría el dinero. Se nos adelantaron un par de señoras apuradas y pidieron pastillas y una jeringa, entre otras cosas que no llegué a escuchar. Tendríamos que esperar nuestro turno. Diez minutos que parecían infinitos y que le arrancaban gruñidos a nuestras barrigas. Cuando por fin estuvimos cara a cara con el farmacéutico, recibimos un no por respuesta. Y los diez minutos transcurridos que pasamos parados e impacientes, fueron suficientes para que la otra farmacia cerrara. Las mejores opciones se habían desvanecido y el hambre iba en aumento.

En aumento también, el recorrido que tendríamos que hacer. La licorería era una pésima opción. Hasta el más ebrio olvida comprar más trago y se rinde ante un platito de algo. Luego de media hora, cero soluciones. Y el nuevo chifa que tenía como más grande atracción su televisor de 42 pulgadas, fue el elegido por nuestros estómagos, que a esas horas ya no andaban con caprichitos de hamburguesas. Hasta los perros que pasaban por nuestro lado corrían al vernos ¿Sería nuestra cara de hambre?


viernes

Bolas de Fuego


Bolas de fuego o balls of fire es el título de la película americana que narra la vida del cantante Jerry Lee Lewis. Es el título de la propia canción de Lewis también. En el campo de la astronomía se le denomina de esta manera a los meteoritos. Por último, se le relaciona también con ovnis. Este post no trata sobre ninguno de estos casos. Trata sobre nuestras propias bolas de fuego.

El calentamiento global, tema tan tocado estos últimos tiempos, no sólo calentará la tierra, sino también todo lo que tiene en su superficie. Hagamos la relación. La tierra se calienta. La temperatura se incrementa. Nuestros termómetros corporales se elevan. Los encargados de la fecundación humana se achicharran. Los espermatozoides quedan infértiles. Fin de la raza humana. ¿Entendido? El calentamiento global es más que desastres naturales, podría significar el exterminio total de nuestra especie. La temperatura tiene influencia directa en la performance de nuestros pequeños amigos. Los atonta, los marea y su calidad decrece al igual que su cantidad.

Es decir, que dentro de algunas décadas tendremos un par de bolas de fuego entre las piernas, y lo peor de todo, de adorno. Tal vez usaremos faldas por el tema de la ventilación. O llevaremos una bolsita con hielo colgando, haciendo tres lo que por naturaleza son dos. Por eso escribo esto. Para crear conciencia ecólogica de alguna manera. Si quieren tener hijos en el futuro o quieren ser abuelos, o si su orgullo masculino les dice rotundamente No a las faldas, tomen algunas medidas en sus hábitos diarios. Cosas muy simples como apagar los artefactos electrónicos cuando no estén en uso o manejar más bicicleta y usar menos el automóvil. Yo no quiero usar falda, así sea Versage o Dolce & Gabbana. Y ustedes?